"ENTRE MI IGLESIA Y MI PATRIA"Por Alfredo M.Cepero.

viernes, 26 de marzo de 2010

 
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Amo a mi Iglesia Católica con toda la intensidad de que es capaz un corazón golpeado por los desengaños que trae consigo una larga vida. Pero esa vida no estará completa mientras no tenga patria. Ese es el dilema en que me encuentro cuando contemplo la indiferencia de mi Iglesia Católica ante el horror en que ha vivido el pueblo cubano durante ya más de medio siglo. Un tiempo de martirio y de castigo en que millares de seres humanos han sido asesinados por un régimen diabólico que se propone eternizarse en el poder. Desde los gritos de “Viva Cristo Rey” con los que saludaron a la muerte Tapia Ruano, Campanería, Guillot y González Corzo hasta la terquedad sublime de Orlando Zapata y el coraje maravilloso de nuestras Damas de Blanco la política de la Iglesia de Roma ha estado dominada por un silencio rayano en la complicidad.

Todos estos pensamientos martillaron mi mente y originaron sentimientos que agobiaron mi espíritu durante una misa reciente en mi parroquia de Nuestra Señora de Lourdes en el suroeste de la ciudad de Miami. En esa misa pidieron por las víctimas de los recientes terremotos de Haití y de Chile. Sin dudas dos desastres que merecen nuestra compasión y nuestra ayuda. Ahora bien, si la tierra había temblado en esos dos países durante varios minutos la tierra llevaba cincuenta y un años temblando en mi ignorada y martirizada patria. Hacía unos días su última víctima, Orlando Zapata, se había inmolado para denunciar el salvaje exterminio de un pueblo cansado de tanta miseria y tanta opresión. Las heroicas Damas de Blanco habían sido arrastradas y humilladas por unos esbirros a las órdenes de los tiranos. Sin embargo, el sacerdote no dijo palabra alguna sobre el holocausto de mi tierra distante y solitaria.

Justo es, sin embargo, reconocer la cálida acogida con que fuimos recibidos los primeros cubanos que llegamos a este exilio de Miami por el entonces Arzobispo Coleman Carroll y la obra de amor y generosidad de aquel irlandés de corazón cubano que fue Monseñor Brian Walsh. Pero, en lo que concierne a sus sucesores, los arzobispos Edward McCarthy y John Favalora, es lamentable decir que ambos han relegado la preocupación por nuestros presos y las peticiones por el pueblo de Cuba a la Ermita de la Caridad y a las misas relacionadas con fechas y cuestiones cubanas. Y eso no es suficiente. Porque en estos momentos cruciales de la lucha de nuestro pueblo por su libertad se impone una pastoral del Arzobispo Favarola que no hemos visto por ninguna parte.

En cuanto a Cuba, estoy seguro de que la Iglesia Cubana ha intercedido a favor de muchas víctimas del régimen comunista y de que es loable la labor de numerosos párrocos a lo largo y ancho de nuestro territorio nacional. Justo es además destacar las palabras elocuentes y enérgicas con que el Arzobispo Pedro Meurice saludó a su Santidad Juan Pablo Segundo durante su visita a Cuba en 1998. Y lo mismo podemos decir de la valiente carta dirigida por el Padre José Conrado al tirano Raúl Castro en el 2007. Pero estos casos son las excepciones y no la regla.

Lo que es innegable, porque esta corroborado por los hechos, es que la Curia Romana y la Jerarquía Eclesiástica de Cuba en ningún momento han adoptado una política firme y pública contra la brutalidad del castrismo. Es mas, han cerrado los ojos ante medio siglo de violaciones de los derechos humanos con tal de mantener su presencia en la Isla. Ahora bien, lo más vituperable han sido sus obvios actos de colaboración con el régimen, sus ostensibles gestos de validación del sistema y su falta de compasión hacia los presos políticos y sus familiares.

Y prueba al canto. A pesar de las confiscaciones de los colegios religiosos en 1962 y de la posterior declaración de ateísmo del gobierno comunista, Roma inició una política de acercamiento al gobierno. Para ello instruyó a su Nuncio Apostólico en Cuba, Cesare Sachi, a estimular a los jóvenes católicos cubanos en la década de 1970 a participar en labores agrícolas en granjas gubernamentales. Durante años los templos se mostraron reacios a permitir a sus fieles cualquier actividad que pudiese poner en peligro la frágil coexistencia con el régimen. Tampoco se exigió al gobierno que permitiera la visita de sacerdotes a las cárceles cubanas.

Asimismo, la visita de su Santidad Juan Pablo Segundo en 1998, que tantas esperanzas despertara entre los cubanos de dentro y de fuera de la patria, logró concesiones muy limitadas cuando las comparamos con el enorme prestigio obtenido por la tiranía. Este desenlace, desde luego, no resultó sorpresa para quienes habíamos contemplado con dolor el silencio del Papa con respecto a Cuba y su martirio ante los millares de exiliados que, esgrimiendo banderitas cubanas, le dimos la bienvenida durante su visita a Miami en 1987. En La Habana y en Miami Cuba fue sacrificada en el altar de los intereses terrenales y su pueblo abandonado a su suerte.

Y en tiempos tan recientes como agosto del 2006 leímos con contrariedad pero sin asombro la carta pastoral firmada por el Cardenal Jaime Ortega Alamino pidiendo a sus feligreses que rezaran “por la salud del Presidente Castro”. El mismo prelado que ha ignorado la injusticia de la Primavera Negra y que no escribió una letra pidiendo que se respetara la vida de Orlando Zapata. El mismo prelado que, amedrentado por las amenazas de la tiranía, ordenó el cierre en abril del 2007 del bastión de vergüenza de la Revista Vitral defendido con gallardía y coraje por Dagoberto Valdés. Por su parte, el Vaticano despejó toda duda en cuanto a su alianza estratégica con los Castro cuando mandó el año pasado a su Secretario de Estado, Tarcisio Bertone, a engrosar las filas de los mandatarios que han viajado a La Habana a retratarse con los tiranos y a apuntalar el edificio de un régimen cuyas paredes se derrumban bajo el peso de sus injusticias.


Todos estos pensamientos y sentimientos pasaron por mi mente y golpearon mi espíritu durante la misa que ya llegaba a su fin. El sacerdote nos instó a ponernos de pie para recibir la bendición final mientras nos decía: “La misa ha terminado, vayan a servir a Dios y a sus semejantes”. Dentro de mí se desataba, sin embargo, un huracán de emociones. Una mezcla de ira, frustración y culpa. Ira porque no podía entender la moral de una iglesia cuyos representantes se compadecían de los desastres de otros pueblos e ignoraban la tragedia del mío. Frustración porque la indiferencia de mi iglesia ante la tragedia cubana me creaba un conflicto gigantesco entre mi fe religiosa y el amor a mi patria. Culpa porque me preguntaba si mi rechazo a la política temporal de mi iglesia me hacia impuro para recibir la comunión e indigno del perdón divino. Confieso que no tengo respuestas para estas interrogantes que me agobian y me mortifican. Me pongo, en última instancia, en manos de la justicia de Dios que espero que no sea administrada por los amigos de los Castro en la Curia Romana.

Miami, Florida 3-24-2010

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