Foto: Orlando Luis Pardo Lazo
A medida que la noche avanza, los tragos van y vienen y su lengua se hace más afilada, más mordaz. Empiezan los chistes políticos, velados pero a la vez directos, donde a veces su mano hace bajo el mentón la seña de una barba. Luego, lanza un largo monólogo sobre la pobreza de su pueblito oriental, aclarando que su mamá se quiere mudar a la ciudad “para poder recibir más huevos por el racionamiento”. Parece otro, distinto a aquel que apenas se ríe de su propio físico en la tele nacional. Entre las mesas y con la anuencia de los dueños del local, se burla también del jefe de policía que en cualquier batey pequeño hace las veces de cacique con todos los poderes. Después deriva en la extensa –y grosera– colección de chistes de sexo, racistas y homofóbicos, sin esconder palabras, con la misma crudeza que se escuchan en las calles.
Los clientes abandonan el lugar preguntándose si realmente será el mismo humorista que han visto en el horario estelar de la TV. Aquel les resulta chistoso, pero éste que acaban de descubrir bajo el amparo de una paladar, es irresistiblemente cómico, visiblemente libre. Para cuando vuelvan a verlo en algún programa de Cubavisión o Telerebelde, notarán que de su amplio repertorio sólo queda la parte menos incómoda, una parcela cuidadosa y censurada de su risa.
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